Uno sólo puede hacerse responsable de lo que dice, hace,
piensa o entiende por sí mismo. Al escuchar lo que otro nos dice, nuestro
entendimiento debe encauzarse entre los márgenes de lo que se nos comunica y
ceñirse a ellos. Si uno estrecha o amplía el sentido en su interpretación de lo
que un mensaje lanzado comunica, uno debe tomar la responsabilidad y hacerlo
así constar en cuanto se percata de la probable proyección indebida. No es
fácil. Las palabras van un poco a su bola y tienen un margen amplio de
significación. Hay que considerar entonces el contexto en el que se produce la
comunicación, ahí donde se intercambian emisor y receptor en el uso de un código y de
unos canales determinados en los que volcar los contenidos que suscitan su
interés o en los que manifiestan su repulsa o desacuerdo, todo ello con una
intención más o menos inconsciente. Nada de esto está de por sí definido. Todo
se da como en un engrudo de vivencia, en gran medida desapercibida, que es susceptible
de análisis. Inevitablemente muchas cosas nos pasarán por alto o se nos
quedarán en el camino. Hay que establecer entonces, de antemano, cuáles son
nuestras prioridades. Particularmente me interesa, antes que nada,
desenmascararme en mi búsqueda de la verdad de lo que trato, para no teñir con
mis prejuicios ni con enrevesadas estratagemas de prestidigitador la puridad y
transparencia de lo que viene dado y trato obcecadamente de desentrañar,
porque siento que de algún modo escapa a mis sentidos e inteligencia
algo que es de vital importancia y cuyo desconocimiento me desconcierta y sume en profunda inquietud.
Lo primero que me llama la atención en mi discurso es su
aparente presunción, un tono como de sentar cátedra que juzgo impropio de
alguien que, a todas luces, no entiende de aquello que pretende querer
dilucidar. En mi defensa, alego que la presunta apariencia se debe en gran
parte al formato en que la presento. La relación escrita permite disimular en
su tersura gran parte de esos tics de inseguridad que quedarían al descubierto
en la conversación participativa “a tiempo real”, entendiendo aquí por “tiempo
real” el compartido simultáneamente por, al menos, dos contertulios.
Una seria indagación meditada, o su pretensión, se expresa
con evidente mayor comodidad mediante el registro íntimo y dilatorio que
permite la escritura, que en la discusión abierta ante un auditorio
participativo, entre otras cosas porque permite atajar devaneos, silenciar
balbuceos, omitir fórmulas desechadas por imprecisas y silencios reflexivos o
en blanco, aparte de obviar réplicas y contrarréplicas espontáneas. Lo que se
pierde en espontaneidad, ¿se gana en hondura? Eso quisiera. No obstante sí que
hay mucho de ciego tanteo en la opacidad de lo manifiesto. Lo manifiesto es la
transparencia del presente eterno que nos envuelve y transforma. Opacidad es lo
que percibe la partícula que socava la realidad de la que forma parte. Quizá el
océano pueda percibirse en cada una de sus moléculas, pero la
molécula no podrá percibir el océano sino renunciando u obviando los límites
que le confieren individualidad, nuestra tan preciada personalidad, el
instrumento a través del cual filtramos la realidad que expresamos para
compartir, para hacernos valer, para que nos quieran o para afirmarnos en un
mundo que sentimos que se desmorona o alborota. Recurro a imágenes manidas y a
un lenguaje prestado por la tradición, la educación recibida, encauzado por mi
limitada experiencia personal y, más limitados aún, gustos personales para
expresar lo inexpresable, lo que es igual, lo irremediable, lo que no tiene mal
ni cura… ¿Para qué? Para nada. Funciono tal cual soy. No me excuso. Confieso.
Esta es mi expresión. Lo mismo daría que repitiera glú glú glú o fiu fiu
infinidad de veces, sólo que entonces requeriría de una capacidad de silencio y
comprensión mucho más sincera de lo que estoy dispuesto a mostrar. También uso
el lenguaje para ocultarme y protegerme, para camuflarme, metamorfosearme,
desarrollarme y hacer el paripé. Como adentro así afuera. Como arriba, así lo
agarro, con muchísimo cuidado, algo de descaro y pocas muestras de pudor. Suplo
talento con generosidad. Lo que queda es lo que hay. Suerte que no estoy solo. Los
buitres sobrevuelan. Aprecio su majestuosidad, altura, parsimonia y elegancia
de vuelo. Soy un torpe bípedo implume. Me sirvo de mi pensamiento para abrirme
paso en la espesura. Mejor haría quedándome agazapado. El eco de mi tanteo se
entreteje con el de miles de otros ciegos que habitan esta jungla. Por nuestras
señas nos damos a conocer. La flecha está dispuesta, la cuerda tensa, el
corazón palpitante. ¿Me entrego o sigo perdido en mi búsqueda?
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