lunes, 6 de julio de 2015

Los tres monos sabios



Leyéndome podría pensarse que estoy encantado de conocerme. Evidentemente, no es eso a lo que aludía con el título de mi anterior entrada, sino a la capacidad que tiene la palabra de generar imágenes tan vívidas que pueden moldear realidades o conformarlas, hasta el punto de que si uno se colma de determinados predicados, esas frases conjuradas determinan la visión del mundo y de sí mismo y, consecuentemente, la manera como nos relacionamos. Por ello parece deseable que esos enunciados que pueblan nuestra mente sean de naturaleza positiva. Podría entonces aducirse  que con la cabeza llena no cabe ver las cosas como son, sino que entonces las vemos como somos, según pensamos y sentimos. No acaba de entenderse bien por qué tendríamos que renunciar a esta manera de ver tan personal, con la que nos identificamos y sin la cual parece que perdemos identidad, dejamos de ser nosotros mismos. ¿Por qué habríamos de proceder de otro modo? No se trata tanto de dejar de ser uno mismo como de ver cómo uno es en el mundo. Tener la mirada global que nos incluye nos permite ver la totalidad de lo que hay con imparcialidad. Al mirar hacia fuera vemos las cosas a través de nuestros filtros, que actúan como prejuicios, sin ser conscientes de ellos o sin tomarlos en cuenta. Así parece poco menos que milagroso ponerse de acuerdo con nadie. La vida en solitario no se sobrelleva sin altas dosis de amargura. Estar solo es estar aislado frente al resto del mundo. Esto, que puede sonar muy heroico, es en realidad un contrasentido fenomenal, un absurdo. No hay ninguna necesidad de recortarnos de tal modo contra el fondo. Existe un mar de imbricaciones en el que estamos inmersos. Para no ahogarnos en ese mar sólo necesitamos seguirnos de cerca, conocernos a fondo, reconocer nuestros tics, nuestros automatismos, la corriente de pensamiento que tiñe nuestra forma de interactuar con el mundo, ¿hasta qué punto resulta provechosa para nosotros y para el mundo? ¿Es preciso plegarse a estos dictados o es posible y preferible actuar de un modo alternativo? Aquí es donde puedo afirmar que estoy encantado de tener la posibilidad de conocerme día a día, momento a momento, segundo a segundo. La vigilancia, en este sentido, es la participación de la vida; las distracciones son patinazos que nos hacen perder contacto con la realidad, dar trompos y volteretas que nos sacan del área. En esos momentos estamos solos y es como si estuviéramos muertos. ¿Podemos estar conscientes de estas distracciones, de forma que las integremos en el proceso de atención total? ¿Podemos atender a nuestros sueños, nuestros ideales, nuestras ilusiones, nuestros prejuicios, nuestras proyecciones, de modo que no nos confundan ni nos alteren, ser conscientes de su influencia para modularla, adaptándola a la necesidad del momento de la manera más inclusiva? Si no podemos es que estamos echados a perder o ya perdidos, debemos reencontrarnos. Este proceso de atención vigilante es lo que entiendo por meditación, aunque habrá quien entienda que eso es estar empanado y que no hay necesidad de complicarse tanto la vida. La vida se complica cuando somos ciegos a nuestra interpretación, cuando la obviamos por connatural, entonces es cuando andamos tropezando con nuestras limitaciones y puede decirse que vamos pisándonos los cordones sueltos. El acto meditativo es tan sencillo y tan fecundo que da miedo. Es el facilitador de la acción correcta. Al mismo tiempo es tan contranatural que da pereza. Uno se consiente y se da licencias para pendejear y ser un pinche mamón con tal facilidad que no hacerlo le hace sentir a uno retorcido y complicado. Si alguien me entra preguntando con sarcasmo si tengo un altar u hornacina en mi casa, donde hacer ofrendas florales a los tres monos sabios, o si me basta con el espacio de mi estructurada mente para hacerlo, la reacción más natural será mandarlo a moler cacao, tostar cacahuetes y/o freír plátanos pero, bien pensado, nadie suele venir a obsequiarte con tan sustanciosas sentencias de forma gratuita, así que quizá venga en pago de alguna producción previa a mi cargo que, por las razones que sean, le han soliviantado. Reconociendo mi ignorancia, me disculparé por la posible ofensa que le haya provocado y me interesaré, en consecuencia, por sus razones, por si en ellas se contuviera alguna enseñanza que pudiera aprovecharme. El siguiente paso será informarme sobre el simbolismo de los tres monos sabios. Ahora empiezo a entrever el sentido de ‘mente estructurada’: resultado de un aprendizaje que conduce a actuar de determinada manera ante determinados estímulos. A mi modo de ver, actuar en base al reconocimiento del misterio y la propia ignorancia es una forma muy abierta de adaptarse a la experiencia, pero podría estar engañado. Ver, oír y observar el consecuente correctivo sin juzgar parece ser el significado óptimo del símbolo en cuestión, aunque también se interpreta como no escuchar el mal, no observarlo y no reproducirlo. Como no estoy en la piel del otro no sé qué puede pasarle por la cabeza cuando me ve o me escucha o dice algo sobre mí, ni en qué condiciones lo hace. En principio tiendo a sentirme ofendido por el tono de la interpelación, una pregunta retórica que parece burlarse de mi forma de proceder, sea como sea que la entienda el otro. Interpreto el símbolo como una alusión a mi empeño por permanecer en mi limitada comprensión del mundo y me siento herido, incomprendido e injustamente juzgado, pero puedo darle la vuelta e interpretarlo como una invitación a disolverme en la panorámica que se me presenta, atender a la voz de la representación y no precipitarme en mi dictamen sino ver qué pasa y si lo que pasa es conforme a su precedente o si requiere de una acción correctora. Visto así, cambio la presunta ofensa por una valiosa enseñanza y todos salimos ganando.


Ups, no era esto a lo que me refería. ¿Dónde tengo la cabeza?









Estos son los originales que figuran en el templo Toshogu, al norte de Japón.

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